domingo, 27 de diciembre de 2015

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“Ocurre que los hombres, el día una vez terminado, suelen despedirse de parientes y amigos y, aislándose en grandes cubos ad-hoc, después de hacer las tinieblas se desnudan, se estiran sobre sus propias espaldas, se cubren con mantas de colores y se quedan ahí sin pensamiento, inmóviles, ciegos, sordos y mudos. Ocurre también generalmente que estos mismos hombres, transcurrido ya cierto tiempo, de improviso se sienten vueltos a la vida y comienzan a moverse y a ver y a oír como desde lejos. Ya cerca, un mínimo número de esos mismos hombres introducen sus pellejos en agua, bufan, tiritan y silban. Luego ocultan todo su cuerpo en telas especiales, dejando fuera sólo sus aparatos más indispensables para ponerse en relación con sus vecinos y abandonan esos grandes cubos, con los párpados hinchados y amarillos.”

Eso, que podría haber sido escrito por un robot intentando ajenamente describir la vida simbólica del animal humano lo escribió Pablo Palacio, ecuatoriano, en 1932. Digo, como para incorporar en las lecturas de referencia.

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